Destellos de esmalte
Nervios. Oigo mi nombre. Entro. Ante mí ese engendro entre diván de psicólogo, sillón de lectura o tumbona playera. No es ninguna de las tres opciones. Es el puto sillón del dentista, tan frío, sin reposabrazos, tan terrorífico. Lo miro con ojitos, al sillón y al dentista, me siento-tumbo y abro la boca. Me introduce los primeros artilugios, el espejito mágico y el palito metálico terminado en un pincho con el que me da unos toquecitos en la muela, ya veo las primeras estrellas, “cacho cabrón”. Segundo paso, anestesia. Como odio la anestesia, esa que me deja la boca tonta casi todo el día y en determinados momentos hasta llego a pensar para qué cojones voy al dentista si me ha dejado la boca inutilizada y no voy a poder lucir sonrisa nunca más. En fin, decido cerrar los ojos para no seguir viendo (porque lo que es sentir no voy a volver sentir nada el resto de mi vida) todo lo que me va a meter en la boca. De momento ya he perdido dos sentidos, el gusto y la vista. De pronto oigo el famoso ruidito, y pienso “ya va”. En esos momentos quisiera haber perdido también el sentido del oído, pues solo el “susurro” de esa especie de lima que gira a 1000 revoluciones por segundo sobre mi preciado marfil, hace que se me ericen hasta los pelos que no tengo. Y qué me decís del tubo aspirador, sí, ese que parece que te vaya a absorber el cerebro y que te dificulta hasta la respiración…
Después de minutos de disfrute del doctor, que a mí me han parecido horas de “paciente” tortura, este me dice, “puedes aclararte”. Y ahí voy yo, intentando atinar a ponerme el vaso entre los labios inexistentes, e intentando tirar el agua del enjuague de la manera más elegante posible, cosa que es imposible pues no controlo mi propia saliva, que cae sin remedio a modo de hilo “babal”.
Me levanto del engendro, me repaso los alrededores de la boca con el babero que todavía llevo en mi cuello, por si acaso quedan restos de líquidos indeseados. Le hago un gesto de despedida con la cabeza al doctor, al que ya no miro con ojitos, sino con destellos de rayos laser.
Gracias doctor por dejarme media cara inutilizada, por dejarme sin comer durante varias horas, muchas. Gracias también por el ameno monólogo que se ha marcado sobre la serie que vio anoche con su señora y que no ha conseguido entretenerme lo más mínimo. Gracias por dejarme sentar en su cómodo sillón, pero sobre todo, sobre todo, gracias por haberme hecho un descuento y “solo” cobrarme 150 € que llevaré tatuados en mi pieza dental número seis, superior, derecha.