Las moscas del pueblo

               Aún recuerdo cuando iba a pasar parte del verano al pueblo de mi madre. Allí nos juntábamos un buen montón de primos, de edades parecidas. La verdad es que nos lo pasábamos bien, viviendo aventuras que en la ciudad, donde cada unos de nosotros vivíamos, difícilmente podíamos disfrutar. Sólo había una cosa del pueblo que no me gustaba nada, las moscas. No es que hubiese una cantidad exagerada, pero sí las suficientes para tocarte las narices en algunos momentos del día.

               Yo no soy muy dada a la siesta, nunca me ha gustado hacerla y menos aún cuando tenía una edad en la que me era imposible estar quieta. Y sólo dormía cuando llegaba la noche y caía rendida de puro cansancio. Así que cuando los mayores estaban en el momento más deseado del día y cuando era imposible salir a la calle, porque el sol de medio día era capaz de freír al que se atreviese a asomar el morro por la puerta, nuestro divertimento era cazar moscas. Aprovechando que los adultos dormían, abríamos la cortina de canutillos, colocada en la puerta de la entrada, que protegía la casa de las molestas moscas y dábamos “free entry” a las mismas, que no se lo pensaban ni un segundo y volaban raudas y veloces hacia el interior de la casa. Pobrecitas, no sabían que iban a una muerte segura.

               Nuestra táctica era clara, no valía coger el mosquero, teníamos que cazarlas con la mano. Así que esperábamos a que alguna de ellas decidiera parase en cualquier lugar del mobiliario y una vez detectada, el que tenía la suerte de verla y estar cerca del objetivo, se acercaba sigilosamente con la mano entre abierta y en un movimiento apenas visible por el ojo humano, ¡Zas! Enganchaba a la mosca, cuando asustada o acojonada, intentaba levantar el vuelo. Muchas conseguían ser más rápidas que nosotros, pero la que se dormía en los laureles, quedaba atrapada en la mano. Esa mano que sin apretar, para evitar un asqueroso desastre, la lanzaba con toda la fuerza de la que era capaz contra el suelo. Y allí quedaba la mosca, patas arriba y con sus alas cada una apuntando a una dirección. Luego hacíamos recuento y el que había conseguido espachurrar mayor número de “voladoras”, era el ganador ese día de la caza de moscas del pueblo. Una vez terminado el concurso, ya nos encargábamos de hacer desaparecer el cuerpo del delito, prefiero omitir más detalles.

               Cuando se levantaban las madres de su relajada siesta, nunca se explicaban, cómo era posible que entrara tanta mosca a esas horas. Cosa que achacaban, a que como hacía mucho calor en la calle, encontraban siempre un hueco para colarse. Así que el resto de moscas, que osaban reírse de nosotros, eran exterminadas con el “Raid” antimoscas utilizado por nuestras queridas madres. Que se convertían así, en perfectas vengadoras involuntarias, de la atrevida burla que las moscas supervivientes proferían hacía sus hijos.

               Esta aventura, me ha venido a la cabeza, cuando esta tarde, estando viendo la televisión, una valiente mosca ha conseguido entrar en mi casa y se ha estado paseando durante una hora larga por delante del televisor. No tenía otro sitio por donde moverse, sólo encontraba una pequeña zona entre mis ojos y la “tele” para  revolotear alegre. ¡Ja! No sabía con quien se la estaba jugando. Así que una vez agotada mi paciencia, me he levantado del sofá y… tranquilos, he ido a por el “Raid” antimoscas.

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