María

El primer día de clase ya me produjo una infinidad de buenas sensaciones. Los profesores me parecieron dulces en sus explicaciones, calmados en su manera de expresarse.

            Entonces entró ella, María. Enseguida me di cuenta de que sus preciosos ojos azules llenos de vida, que daban una luz especial a su cara, no cumplían con su cometido. Tanteaba con un bastón los posibles obstáculos que se interponían en su camino. No lo dudé ni un momento, y como si tuviera un muelle en la silla, me levanté para prestarle mi ayuda que aceptó de buen grado. Se sentó a mi lado. Me transformé en inesperada guía cuando nos cambiaron de clase y me pidió permiso para cogerse de mi brazo. En el camino mis ojos se llenaron de lágrimas, me sentía culpable por contar con el sentido del que ella había sido privada. Tuve que pensar en otra cosa para que el resto de compañeros no se percataran de la extraña brillantez de mis ojos.

            En la nueva clase María siguió siendo mi compañera de pupitre, y así continuó el resto de los largos días de estudio. Me convertí en su vista, siempre y cuándo ella me lo pedía, pues era totalmente autosuficiente y respeté esa gran virtud y fortaleza con la que María contaba.

            Desde el día en que llegué al aula intuí que iba a ser un buen el curso. Cuando entró ella tuve la certeza de que no me había equivocado… sería un buen curso.

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