Sin saberlo, él siempre está.
Me levanto por la mañana, me asomo al balcón, la ventana sigue abierta. No hay luz, no hay vida. El vecino cuarto de enfrente sigue dormido, o quizás se esté haciendo el desayuno. Voy a imaginar que está todavía en su cama, dormido, creo que no tardará en levantarse. Me dedico a mis tareas matutinas y antes de irme vuelvo a asomarme al balcón con vistas y veo que mi vecino cuarto de enfrente está conversando con la que intuyo será su madre. Vuelvo a imaginarme que estará deliberando sobre lo que va a hacer en los próximos meses de crisis. No le doy más importancia, me voy.
Medio día. Me siento en la mesita del balcón a fumarme el cigarrito de después de comer no sin antes pegar un vistazo al menú del día en el cuarto de enfrente. Hoy creo que comen espaguetis. Buen plato de hidratos para ese cuerpo que cada día contemplo y al que no he puesto cara, ya que la persiana está a la altura justa para no poder verla. Quizás tampoco quiera, de echo lo tengo decidido… no quiero.
Tarde de trabajo desesperado, tengo que entregar unos artículos dentro de los plazos. Lo consigo. Vuelvo a mi jaula con vistas y lo vuelvo a ver, esta vez en pantalón corto de deporte, pecho descubierto y… sin cabeza. Sigo sin querer conocerlo. Me gusta el ponerle cara según mi estado de ánimo. Es mi perfecto espejo.
Noche de amigas, sana borrachera acompañada de risas y confesiones inconfesables. Vuelvo a casa, pero antes de acostarme doy un último vistazo a mi amigo cuarto de enfrente. Y como siempre, fiel e ignorante compañero, sigue ahí, con la luz encendida, solo puedo divisar una perfecta y fibrada pierna que asoma por encima del respaldo del sofá. Sigue sin rostro, quizás no quiera verlo. No, no quiero verlo. Me basta con saber que no soy la única que sigue despierta… Mañana, será otro día.
Buenas noches, amigo sin cara, balcón con vistas… cuarto de enfrente.