On the beach

Sol espléndido. Decido ir a la playa. Hoy podré aprovechar la tarde haciendo una valiosa siesta bajo mi sombrilla de rayas, dejando que el Sol sólo dore mis piernas.

            Llegó al lugar. Mientras me dirijo hacia la orilla mis ojos buscan un lugar apropiado para acampar, sobre todo lejos de donde haya niños que puedan importunar mis magníficos planes. Ya está, divisado, un hueco enorme, a un lado un matrimonio mayor inmerso en su lectura y al otro, tres chicas exponiendo sus bellos cuerpos a tan preciado Astro.

            Planto mi sombrilla, posiciono mi hamaca a modo girasol, me quito la ropa, me impregno la piel de la imprescindible protección, cierro los ojos, y a esperar que la babilla resbale por mi mejilla.

            No han pasado quince minutos desde mi feliz e idílica posición, y sin darme tiempo a entrar en la fase Rem del sueño, oigo un griterío de niños. Abro un ojo y veo horrorizada que hacia mi estratégico lugar, se acerca una familia con tres preciosos niños rubios de ojos azules. Empiezo a rezar para que desvíen su trayectoria hacia un lugar lejano. No, han decidido que se quedan a mi lado. Una vez dispuestos empieza el jolgorio. Abuela poniéndoles crema solar y padre asignando a cada uno su pala y su cubo correspondiente. Durante unos minutos la cosa sigue más o menos tranquila y logro relajarme. Pero en el momento que mi mente empieza a entrar en la dimensión desconocida, oigo gritos… Los niños, que han entrado al agua hace escasos momentos, han encontrado dos cangrejos. La perdición más absoluta para mí. Gritos de alegría y de júbilo taladran mis oídos. Después del extraordinario hallazgo, la maravillosa abuela los llama, a grito “pelao” para la merienda. Los niños pasan corriendo, rozando mi área de descanso y llenando parte de mi cuerpo de arena, que se pega al todavía recién untado bronceador. Mientras devoran sus bocadillos, callan, pero ahora es la abuela la que toma el relevo “Venga, comed” “Menganito, toma el zumo” “Sotanito, quieres galletas” “Mengantín, siéntate”.

            Yo seguía sin pegar ojo. Una vez terminada la merienda, el papá decide cogerlos y llevarlos a dar un paseo. En mi cara asoma una gran sonrisa. Miro mi reloj “Todavía me quedan treinta minutos de relax hasta la hora en que he de recoger bártulos. Podré conseguir mi objetivo”.

            De momento, y cuando está a punto de partir la comitiva, escucho a mis espaldas un efusivo saludo “¡Ey, hola!”. Instintivamente me giro y veo incrédula, que otra familia con otros tres niños, saluda a la familia “cangrejo”. Se conocen, y ahora aunarán fuerzas y gargantas para joderme más la estancia. No me lo puedo creer, y encima, la nueva familia se instala a escaso metro y medio de mí. Durante unos segundos evalúo la situación, y decido que es imposible luchar contra seis niños, de los cuales el mayor tiene aproximadamente seis años, una abuela, dos padres y una madre. Me rindo. No voy a conseguir el objetivo soñado, así que, cuando todavía me quedaba media hora de posible relajación, decido recoger mi equipaje, sacudir mi toalla, ponerme las chanclas y batirme en retirada.

            No hay nada como un día de playa, pero a ser posible que no sea en el mes de agosto. Mejor empezar la operación moreno en el mes de abril y terminarla en el mes de junio, pues en los meses de máximo esplendor solar las radiaciones ultravioletas son muy peligrosas, y los niños… MÁS.

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